La Ciudad de México cambia a una velocidad vertiginosa: rascacielos, segundos pisos, ciclovías nuevas cada año. Pero, entre ese movimiento constante, sobreviven algunos testigos milenarios. Son los árboles ancianos, especímenes que cargan siglos de historia y que, a pesar de estar a la vista, pasan inadvertidos para la mayoría. Encontrarlos es como seguir un mapa secreto: cada uno guarda un fragmento de la memoria natural de la ciudad.
A continuación, la ruta —un verdadero recorrido de búsqueda del tesoro— para conocer a estos gigantes de madera y tiempo.
1. El ahuehuete de Chapultepec: el “Abuelo del Bosque”
En las profundidades del Bosque de Chapultepec, más allá de museos y corredores de corredores matutinos, se esconde uno de los árboles más célebres y antiguos del país: un ahuehuete que los cronistas nombran desde tiempos prehispánicos. Aunque el famoso “Árbol de la Noche Triste” ya no vive, otros ejemplares en Chapultepec superan los 500 años de edad, con troncos tan gruesos que parecieran columnas de un templo natural.
Caminar hacia ellos es un viaje en el tiempo: los ahuehuetes eran considerados árboles sagrados para mexicas y toltecas, símbolos de longevidad y refugio. Sus raíces sostienen la humedad del bosque y albergan aves que han perdido su hábitat en otras zonas urbanas. Están ahí, imponentes, como si observaran en silencio cómo la ciudad cambia alrededor.
2. El sabino de Coyoacán: un guardián virreinal
A pocos pasos del bullicio de Francisco Sosa —una de las calles más antiguas del sur de la ciudad— vive un sabino monumental que ha visto pasar carretas, tranvías y ahora ciclistas y cafés literarios. Este árbol, ubicado cerca de la antigua Hacienda de Cortés, podría tener entre 300 y 400 años.
Los vecinos lo conocen como un guardián de barrio. Sus ramas largas y su sombra fresca sirven de punto de encuentro para caminantes y fotógrafos. Además de su porte majestuoso, el sabino cumple una función ecológica clave: regula la temperatura local y hospeda mariposas, abejas y murciélagos urbanos. Es un pequeño ecosistema vertical.
3. Los olivos de Chimalistac: reliquias del siglo XVI
En la zona de Chimalistac, donde aún sobreviven puentes coloniales y calles empedradas, se encuentra otra joya: los olivos plantados por órdenes religiosas en el siglo XVI. Estos árboles pueden superar los 400 años de edad y, aunque no son nativos, se adaptaron a tal grado que forman parte de la identidad visual del sur capitalino.
Recorrerlos es como entrar a una postal europea mezclada con un barrio mexicano antiguo: troncos retorcidos, corteza plateada, ramas que crujen con historias. Son parte del paisaje histórico de San Ángel y Chimalistac, y cada tanto, algún vecino asegura que siguen dando unas cuantas aceitunas.
4. El eucalipto gigante de Ciudad Universitaria: un inmigrante centenario
Aunque los eucaliptos son especies introducidas de Australia, algunos ejemplares plantados en los primeros años de Ciudad Universitaria ya se acercan al siglo de vida. Uno de los más impresionantes se encuentra cerca de la Facultad de Ciencias: un tronco monumental que ha sobrevivido sismos, sequías y décadas de estudiantes buscando sombra.
Más allá de su tamaño, su importancia radica en la biodiversidad que sostiene: nidos de aves rapaces, ardillas, hongos y líquenes que señalan la calidad del aire local.
5. Los fresnos y casuarinas de Tlalpan: guardianes del clima del sur
En el centro de Tlalpan, detrás del mercado y cerca del antiguo Palacio Municipal, sobreviven fresnos y casuarinas que superan los 150 años. No son tan conocidos como los gigantes de Chapultepec, pero son esenciales: capturan partículas contaminantes, regulan la temperatura y actúan como barrera natural contra el ruido.
La gente pasa junto a ellos todos los días sin notar su edad ni su resiliencia. Pero ahí están, silenciosos, oxigenando una zona que mezcla escuelas, comercios y casas del siglo XIX.
¿Por qué importan estos árboles?
Los árboles ancianos son más que monumentos botánicos:
—Son archivos vivos. Registran en sus anillos sequías, volcanes activos, épocas de lluvias y cambios atmosféricos.
—Son refugios de biodiversidad. Insectos, aves, hongos y plantas epífitas dependen de ellos.
—Son estabilizadores ambientales. Mejoran el microclima, capturan carbono y reducen contaminantes.
—Son memoria cultural. Han sido puntos de reunión, referencias de camino y símbolos de identidad para generaciones enteras.
En una ciudad donde la urbanización avanza sin pausa, ubicar y proteger a estos árboles es como salvar capítulos enteros de una enciclopedia natural.
Si decides seguir esta ruta, hazlo con calma. Mira hacia arriba, toca la corteza, escucha el crujir de las hojas. Los árboles ancianos no están escondidos porque quieran evitar miradas: simplemente se han vuelto parte del paisaje. Rescatarlos de esa invisibilidad es el primer paso para apreciarlos… y para cuidarlos.












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