En el papel, la llamada Jerarquía de la Movilidad parece una idea sencilla y justa: primero el peatón, luego la bicicleta, después el transporte público, más abajo el transporte de carga y, al final, el automóvil particular. Este principio, adoptado en leyes, reglamentos y discursos oficiales en muchas ciudades mexicanas, incluida la CDMX, promete una transformación profunda del espacio urbano. Pero una cosa es lo que dice la normativa y otra muy distinta lo que ocurre todos los días en la calle.
Si se observa la ciudad a nivel banqueta, la experiencia del peatón sigue siendo contradictoria. Hay avances claros: cruces peatonales más visibles, ampliaciones de banquetas en zonas como el Centro Histórico, la Roma o algunas avenidas intervenidas recientemente, y programas de calles completas que buscan reducir la velocidad vehicular. Sin embargo, caminar sigue siendo, en muchos tramos, un acto de resistencia cotidiana. Banquetas rotas, autos estacionados ilegalmente, rampas inexistentes o mal hechas y cruces donde el tiempo del semáforo no alcanza para personas mayores o con movilidad reducida muestran que, en la práctica, el peatón aún no es el verdadero protagonista.
La bicicleta, segundo nivel en la jerarquía, vive una situación similar. La expansión de ciclovías y carriles confinados ha sido uno de los cambios más visibles de la última década. Hoy es posible cruzar largas distancias de la ciudad en bici con mayor seguridad que antes, y la pandemia aceleró tanto la infraestructura como la aceptación social del ciclismo urbano. Aun así, la red sigue siendo fragmentada y desigual. Hay ciclovías bien diseñadas que terminan de golpe, carriles invadidos por autos o motocicletas y cruces donde el ciclista vuelve a ser invisible. La prioridad existe, pero depende demasiado del barrio y del nivel de conflicto con el automóvil.
En cuanto al transporte público, que debería ser la columna vertebral de la movilidad urbana, el discurso de prioridad choca con una realidad de saturación. Metrobús, Metro y trolebuses eléctricos representan esfuerzos claros por mover a más personas con menos autos, pero la experiencia diaria para millones de usuarios sigue siendo incómoda, lenta y, en horas pico, extenuante. Carriles exclusivos invadidos, estaciones rebasadas y falta de integración real entre sistemas hacen que, aunque el transporte público tenga prioridad en la ley, no siempre la tenga en el diseño ni en la operación cotidiana.
El automóvil particular, que teóricamente ocupa el último lugar, continúa siendo el gran beneficiado del modelo urbano. La mayoría del espacio vial sigue destinado a su circulación y estacionamiento, incluso en zonas con alta densidad peatonal. Cuando se implementan medidas que le restan espacio —carriles bus, ciclovías, reducción de carriles— la resistencia social y política suele ser inmediata. Esto revela una tensión central: la jerarquía existe como principio, pero no siempre como consenso cultural.
Entonces, ¿funciona la Jerarquía de la Movilidad? La respuesta corta es: funciona a medias. Ha logrado cambiar el lenguaje, orientar políticas públicas y justificar intervenciones que hace 15 o 20 años habrían sido impensables. Hoy se habla de peatones, ciclistas y usuarios del transporte público como sujetos de derechos, no como estorbos del tráfico. Eso no es menor.
Pero en la práctica cotidiana, la jerarquía aún compite contra décadas de ciudad pensada para el auto. Mientras cruzar la calle siga siendo más riesgoso que manejar, mientras la bici dependa del valor individual del ciclista y mientras el transporte público no sea consistentemente digno y eficiente, la prioridad seguirá siendo más aspiracional que real.
La Jerarquía de la Movilidad no es un interruptor que se prende de un día para otro, sino un proceso lento de redistribución del espacio, del presupuesto y, sobre todo, de las costumbres. Funciona como brújula, no como garantía. La pregunta ya no es si es una buena idea, sino cuánto estamos dispuestos, como ciudad, a sostenerla cuando incomoda al automóvil y exige cambios profundos en la forma de movernos.




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